“Hoy es el día”, fue el primer pensamiento de Manuel, después
despertar con una sacudida estrepitosa, por la sensación de sentirse en caída
libre. Todo lo veía desenfocado, así que se restregó los ojos perezosamente,
mientras izaba su cuerpo de entre las sábanas.
Todo estaba igual que el día anterior. Reposó su vista
en los pantalones que guindaban de la silla recostada en la pared de aquel
cuartucho en el que vivía. Decidió sentarse en el borde de la cama, para hurgar
con los pies de entre el montón de bolas de papel, tratando de encontrar sus
chancletas y no pisar con sus pies desnudos la mugre que se criaba en el piso
desde hacía unos meses.
Se dirigió al baño para lavarse la cara.
La imagen de su rostro en el espejo seguía mostrando
aquel odio arraigado en su alma. Después de tanto tiempo, no entendía cómo su
talento de periodista no era valorado por las grandes cadenas de comunicación
en el país. “Puros mediocres es lo que contratan”, se dijo, “vamos a ver cuáles
serán los titulares de mañana”, una sonrisa morbosa se asomaba en sus labios
cuando esta idea le pasaba por su mente.
Salió del baño, después de una larga ducha. La
necesitaba, por decir lo menos. Su aseo personal había pasado de escaso a nulo
en el último tiempo, de hecho, todo vestigio de limpieza lo había abandonado,
pues su pequeña habitación en el inquilinato demostraba una decidía sostenida,
capaz de retar la nariz de cualquiera a metros de distancia.
Fue directo a sus pantalones colgados en la silla y se
los colocó, luego fue a su armario para buscar el resto de la ropa. Debía estar
impecable el día de hoy y así pasar desapercibido, tal y como lo había anotado
en su lista. El saco y la corbata estaban listos en el ropero, que hacían juego
con los únicos pantalones formales que aún le quedaban intactos, sin un solo
rasguño por el pasar del tiempo.
Los mismos que lucía cuando lo despidieron hace tres
meses.
Dio una última mirada a su imagen en el espejo pegado en
la pared de la puerta de salida. Estaba inmaculado, sin aquella barba que había
dejado crecer el último mes, cuando tomó la decisión de no humillarse más
buscando trabajo.
Todo se lo debía a “aquel maldito canal”, como le
llamaba últimamente.
El canal 23.
El sitio donde había perdido tantos años de su
carrera. Tantas horas de esfuerzo dando su talento y para qué, para ser tratado
peor que bazofia por unos cuantos mediocres que no habían estado ni sufrido la
dura vida de Manuel para lograr su preciado título de licenciado en periodismo.
La rabia creciente lo había despertado mejor que el
más exquisito de los cafés, enrojeciéndole las orejas. Tomó dos respiros antes
de agarrar el bulto que estaba encima de la mesa, aquel que había preparado
durante los últimos tres días.
Este no era el momento para descargarse.
Todavía no.
– Buenos días, Sr. Benavides – dijo la voz familiar de
la vecina “vida ajena” de Juanita, la que vivía más cerca del zaguán del
inquilinato – lo cortés no quita lo valiente – comentó la indignada vecina, al ver la mirada asesina
que le dio el amargado muchacho, quien salió despavorido, ocultando el paquete
entre el saco y la camisa, como si se pudiese disimular.
Mientras caminaba hasta la parada, recordó el listado
de todas las cosas que debía realizar. Lo había urdido todo meticulosamente por
un largo mes.
Y hoy era el día.
En su mente pasaban las imágenes de aquella fatídica
tarde, cuando su jefe inmediato, el licenciado Altamira, gerente del noticiero
del canal 23, le entregaba su carta de despido.
– Eso es todo, Benavides, tu cheque estará listo en
tres días, verás que las cifras son correctas cuando firmes el finiquito – le
dijo este.
– Pero licenciado, ¿me puede explicar por qué me
despiden? – inquirió él con supuesto asombro.
– Te diría que por tu arrogancia de pasar por encima
de mi cabeza y mandar, al gerente general de la emisora, tu solicitud de ser
ascendido al programa de debates de los domingos, pero me quedaría corto – le
dijo Altamira sin darle la cara – toma – le pasó la polémica carta enviada de
su puño y letra al gerente general, la cual se encontraba rayada en rojo – ¿puedes
contar todos los errores ortográficos?
Manuel se puso a contar.
No hubo un solo reglón que no tuviera una corrección,
al menos. Una gota fría le recorría la espalda, al tiempo que la frente se le
perlaba de sudor.
– Si tan solo te hubieras tomado la molestia de
escribirlo en un computador, tendrías la quinta parte de los errores – agregó
Altamira – pero claro, estás peleado con la tecnología. No entiendo cómo un
chico de tu edad tiene problemas en escribir con una máquina de estas.
“Pero, ¡este tipo qué se cree!”, pensó Manuel
Benavides.
Si, había pasado por encima de su cabeza, como su jefe
había mencionado, pero era lo único que tocaba hacer, después de todos los
meses de pedirle un ascenso. Nunca le prestó atención, más bien, lo único que
conseguía era que le llegaran más notas de recursos humanos, sobre seminarios
de uso de programas de computación.
¡Hasta de redacción y ortografía!
El muy cretino estaba poniendo en duda su capacidad
para escribir una buena noticia.
¡Qué importaba un par de comas mal puestas, si la
noticia era interesante!
Además, el puesto que ocupaba en ese instante no era
tan relevante, como para que se lo tomara tan a pecho.
Redactor del apuntador de las noticias de medianoche.
¡Nadie veía la televisión a esa hora!
Su talento no sería desperdiciado en un puestito de
nada.
Es cierto que Altamira le había llamado la atención un
par de ocasiones, pero, ¿qué autoridad tenía él para decirle nada?
Era un pobre periodista de pacotilla, que debía su
fama en el medio gracias a sus influencias con la esposa del presidente de la
empresa.
Su madrina.
Además, en ese departamento solamente estaban
interesados en la popularidad de la emisora. Las noticias eran, en su mayoría,
notas rojas, de gente muerta o secuestrada, de colegios en mal estado, de la
falta de vigilancia en las calles de los barrios bajos, en fin, todo lo que le
alimentara el morbo al público. No existía verdadero periodismo, el
investigativo, el que develaba aquellas grandes estafas millonarias por parte
de funcionarios corruptos o que estaba en pro de buscarle soluciones verdaderas
a la población.
“Si yo hubiera tenido su suerte”, se había dicho una y
otra vez Manuel, “¡Yo sería su jefe!, pero claro, soy de condición humilde, ¡a
mí sí que me costó mi título!, no como a este, que sus papitos lo pagaron por
él”.
Y Manuel tenía razón.
Guillermo Altamira era un hombre de la misma edad que
Manuel, que no había escrito un solo artículo en su vida y su único mérito era
su educación, ya que su título de periodista lo obtuvo en el extranjero,
además, hablaba tres idiomas.
Eso era todo.
No se encontraba a la altura de Manuel, quien había
terminado su educación en la Universidad Estatal y cuyos profesores eran
renombrados periodistas de la localidad, uno de ellos, el gerente general de la
emisora.
– Esta es la respuesta que me dio Don Virgilio a tu
penosa carta – continuó Altamira, mientras le pasaba otra nota a Manuel. En
esta se leía lo siguiente:
“Respetado Lic. Altamira.
Le remito la carta del señor Benavides, en un intento
fallido por subir el escalafón de la empresa sin tener mérito alguno. La carta
que me envió es prueba de ello.
No puedo concebir que este ‘señor’ se vanaglorie
diciendo que fue mi estudiante en la facultad de periodismo y espero usted no
vuelva a repetir este hecho en el futuro.
Le agradecería pueda recordarle a este señor, por
llamarlo de alguna manera, que el medio correcto de obtener un puesto tan
importante como el que solicita es ganándolo.
No hay otra forma.
Sé que en otra ocasión usted me había sugerido tomarlo
en cuenta para locutor del noticiero de medianoche, pero, como ya le había
indicado, la emisora ha recibido muchos mensajes de texto del público por la
mala redacción de ese espacio. En ese momento le dije que, si mejoraban las
críticas, lo tomaría en cuenta, pero, con esta iniciativa del Sr. Benavides, no
puedo menos que negar su ascenso indefinidamente.
Le dejo a su criterio la acción a tomar en este caso,
la cual espero nos libre del problema en la redacción del noticiero.”
El final de la nota llevaba la firma de nada más y
nada menos que de Don Virgilio Cifuentes, otro afamado periodista mediocre, que tenía la suerte de haberse graduado en la
misma promoción que el dueño de la empresa.
Manuel tuvo que rebajarse enviándole esa carta
alabando todas sus virtudes o, por lo menos, las que se decían de él, pero,
como todo buen mediocre, no toleró que un gran periodista como Benavides tuviera
un puesto en que pudiese destacar. Por eso le envió esa nota de respuesta a
Altamira, no había otra explicación.
– Afuera te espera personal de seguridad, quienes se
encargarán de que tomes solo tus pertenencias del cubículo, para luego
escoltarte a recursos humanos y a la calle. Creo que, con esta acción, ya
habremos resuelto el problema del noticiero de medianoche. Como entenderás, no
te daremos una carta de recomendación – dijo finalmente Altamira, viendo por la
ventana.
Fue el día más humillante en la vida de Manuel
Benavides.
Después de esto, no pudo conseguir otro empleo en una
cadena respetable. No podía justificar cinco años de trabajo desde que se
graduó en la universidad. Recursos humanos no decía nada bueno referente a sus
servicios en canal 23, ya que sus referencias estaban manchadas por culpa de
esos dos imbéciles de cuarta categoría.
Lo habían
asesinado como profesional.
Pero lo peor ocurrió cuando una emisora de medio pelo
le había ofrecido un trabajo como locutor de las noticias de mediodía, pero no
podía creer que recursos humanos de esa emisora de quinta lo había rechazado
por una simple prueba de voz.
¡Ellos debían sentirse felices de tenerlo!
Un profesional, que había sacrificado cinco años de su
juventud para terminar su carrera y el primero de su familia en graduarse de la
universidad.
¿Qué esperaban?
¡Querían que les diera todo su potencial como locutor!
¡Como si se lo merecieran!
Se había cansado de tanta humillación de toda esa
gente de poca monta a su alrededor y Manuel Benavides era demasiada pieza para
todos ellos. Él había estudiado para destacar, para hacer verdadera noticia a
nivel internacional, en cadenas renombradas, donde sí que había verdadero
periodismo, no esas noticias sensacionalistas de la localidad.
Estas cadenas locales solo lo empañaban con su
insignificancia. No le daría su talento a quien no lo mereciera. No, si lo
único que se mostraba al público eran noticias amarillistas y notas rojas.
Fue cuando urdió su fatídico plan.
Antes de bajar del colectivo, tomó aquel bulto y sacó
uno de sus implementos, una máscara que se ajustaba como una segunda piel, para
ocultar sus facciones.
El bus lo dejó justo enfrente del canal 23.
El enorme letrero rotatorio le daba la bienvenida,
abriendo sus puertas automáticas, invitándolo a entrar. Cuando estuvo dentro,
se dirigió hacia el ascensor que se abrió de par en par. Tocó la botonera en el
número del último piso, aquel en donde se encontraban las oficinas principales.
Su respiración era más intensa con el encendido de
cada luz en la botonera. Movía sus manos nerviosamente, al tiempo que el
paquete dentro de su saco comenzaba a mancharse, por la humedad de su camisa.
Respiró dos veces para calmar su agitación y no
fallar.
No había marcha atrás. Hoy se acabarían definitivamente
sus problemas, eliminaría la lacra que tanto daño le había hecho.
Las puertas se abrieron y, enfrente de esta, se
encontraba el escritorio de las secretarias.
– Buenos días, en qué le podemos servir… – dijo solícita
una de las recepcionistas, cuya voz comenzó a apagarse, al ver que Benavides no
respondió y, simplemente, se dirigió a la oficina principal, donde estaba el
verdadero causante de todos sus problemas.
El presidente de la compañía.
Aquel que había contratado a esos dos insignificantes
desde un principio. El que había creado un nido de puras lacras, quienes se
aprovechaban de la fama del canal para hacer de las suyas, dejando que gente
con talento se perdiera, matando sus sueños de ser grandes profesionales,
mientras hacían carrera.
Su plan era perfecto, no tenía duda.
Todo parecería un suicidio.
Empujó con ambas manos las hojas de la puerta que daba
paso a la gran oficina.
Pero no pudo entrar.
Fue tomado de los hombros por dos agentes de la
seguridad del edificio.
Los empujó y dio patadas a diestra y siniestra,
mientras se abría el paquete que había traído consigo debajo del saco y un
revolver había caído de él. Todo el personal quedó atónito al presenciar
aquello. Una de las recepcionistas gritó de horror y uno de los gerentes se
había desmayado, quien fue reanimado por otro compañero.
Uno de los agentes se acercó a la terrible arma y la
tomó con cuidado de que no detonara alguna de sus balas, pero quedó sorprendido
al darse cuenta que no pesaba. Fue cuando cayó en cuenta de que no era de verdad.
– Tranquilos muchachos – dijo con una sonrisa – este
tipo nos ha pegado un susto mortal, eso es todo, no es amenaza – todos se
miraron los unos a los otros, así que el agente explicó con un ademán que el
arma era de juguete.
Todos se burlaron.
El gerente que estaba en el suelo desmayado se puso de
pie como si fuera un resorte, arreglándose la corbata. El otro gerente a su
lado se apartó lo más que pudo, mirando a su alrededor con las mejillas
encendidas.
El zumbido de los comentarios despectivos dio pie a
que Manuel se molestara y diera más empujones a los agentes. Fue cuando se le
desgarró la máscara y todos se dieron cuenta de quien se trataba.
Él había sido motivo de comentarios por meses en aquel
sitio, desde que lo despidieron. Algunos les pareció cruel la manera en que fue
sacado del lugar y otros consideraban que fue justo, pues su forma de actuar
con su jefe inmediato fue como darle una puñalada en la espalda. Curiosamente y
después de cinco años de trabajar en canal 23, solamente el último día que
laboró ahí, le había dado fama entre los colaboradores.
El día en que habían matado su carrera.
En ese instante, el presidente resolvió salir de su
oficina, contra todas las recomendaciones del personal de seguridad. Su
semblante era el de un hombre seguro que, aunque presentaba algunas arrugas en
la cara, propias de la edad, mostraba facciones elegantes y atractivas. Una de
las secretarias se sonrojó al verlo.
Miró a su alrededor, como solía hacer en aquel sitio,
pues siempre fue el centro de atención. No hubo nadie que hiciera el menor ruido.
Luego postró sus ojos fijamente a Benavides. La cara no le parecía para nada
familiar. No entendía por qué se había vuelto una amenaza para él.
A
Benavides se le desorbitaron los ojos. Sus orejas parecían dos volcanes a punto
de hacer erupción.
Él era el
culpable de todo.
El que
aceptaba poco menos que novatos y viejos seniles entre sus filas; a niñitos de
mami y papi, que jamás habían ejercido; a amiguitos de facultad, por sus
nombres rimbombantes.
Pura
basura que nada aportaba al verdadero periodismo.
Por su
causa Benavides no destacaba, por darles esos puestos importantes a otros que
no servían, él estaba en el fondo de las redacciones, sin poder surgir.
Él era
quien recibía a esa lacra. Gente que le llenaba la cabeza al público de pura
basura, que no sabían distinguir una buena noticia ni el buen periodismo.
Esa gente
por la que le tocó tanto tiempo desperdiciar su talento en el noticiero de
media noche, que prefería ver caras bonitas en los noticieros, mientras
observaban menos que chismes de quinta por las emisoras.
Eso era
lo que hacía este hombre enfrente de él al público.
Les daba
lo que querían, no lo que verdaderamente valía la pena.
En ese
instante, se volvieron a abrir las puertas del ascensor, esta vez con una cara
conocida para todos. El licenciado Altamira.
– Pero, ¿cómo te atreviste a regresar,
Benavides? – gritó con los ojos llenos de furia.
– ¡Suéltenme!
– Espetó Benavides – ¡Déjenme que lo mate! – siguió diciendo, al tiempo que una
de los gerentes, aquel que se había desmayado, se le acercó al oído al dueño de
la empresa.
– ¿Tú
eres Manuel Benavides? – habló Máximo Carvajal, dueño de la empresa, con una
curiosidad profunda. Manuel quedó extrañado de escuchar su nombre en la voz de
aquel que hace unos minutos atrás debió perder la vida.
– Usted
ahora sabe mi nombre porque alguien se lo dijo – le reclamó con todo el odio
que le tenía.
– Es
cierto lo que acabas de decir, pero eso no significa que no conociera tu caso –
indicó Don Máximo – pero ven, pasa a mi oficina – le dijo, haciéndole un ademán
a los vigilantes que lo tenían aprisionado por los brazos. La incertidumbre de
Manuel se acrecentaba con cada latido de su corazón.
“¿Es que
no sabía que podía morir si los dejaban a solas?”, se preguntaba este, pero se
recordó que su plan estaba descubierto, que no había manera de salir bien
librado si intentaba hacerle algo.
Accedió
de mala gana a seguirlo hasta las cómodas butacas de la oficina principal.
– ¿Te
sirvo una copa? – Inquirió Don Máx, a lo que Manuel asintió con la cabeza – ¿Whisky?
– prosiguió con cuestionario, Benavides nuevamente asintió.
El
veterano hombre se sentó en la butaca frente a Benavides.
Se hizo
una enorme pausa.
Ambos se
miraban fijamente. Uno tenía ojos compasivos, el otro solo destilaba odio.
– Y bien,
a qué debo el honor de tu visita, Manuel – preguntó el veterano y el muchacho
hizo una exhalación fuerte por lo irónico de la pregunta.
– Vine a
matarte o es que no te diste cuenta, viejo cretino – respondió con arrogancia.
– Por
supuesto que sí, es solo esa no es la respuesta que quiero escuchar realmente –
indicó el compasivo señor, lo cual llenó de curiosidad a su interlocutor – me
parece que el problema aquí fue mi pregunta, no ha sido muy explícita que
digamos – continúo, al tiempo que miraba a todas partes, tratando de encontrar
la manera de esclarecerse – creo que lo que debí haberte preguntado es qué
querías lograr con mi muerte… a ver, cómo puedo ser más claro, si me muero,
¿qué ganas tú?, acaso lo que buscas es fama, notoriedad, ¿eso es lo que buscas,
Manuel?
– No, eso
no es lo que busco – le respondió el joven hombre.
– Entonces,
¿qué sería?, porque si me muero hoy, mañana alguien más ocupará esta oficina,
puede que mejor que yo, tal vez todo lo contrario, pero, lo que sí es cierto es
que no habrías conseguido absolutamente nada, yo solo soy una persona más entre
todos.
– ¿Qué me
sugiere, que mate a toda la directiva de la emisora?, ¿es eso lo que quiere? –
rió Manuel, con una sonrisa amarga.
– Y si
llegas a matar a toda la directiva, ¿no crees que la reemplazarían al día
siguiente?, ¿piensas que el canal morirá por un puñado de hombres? – exhaló Don
Máx con cierta tristeza, pero se recompuso de inmediato y continuó – no, mi
querido amigo, eso no pasará, hay más intereses que los particulares aquí, eso
te lo aseguro. La directiva y yo solo somos unas piezas en un enorme juego de
ajedrez, en el que tú también participaste, aunque no de la mejor manera, por
lo que he escuchado – a Manuel se le encendieron las orejas al escuchar estas
palabras.
– ¡¿Qué
quiere decir con eso?! – se levantó frenéticamente de su asiento y Don Máx hizo
lo mismo.
– ¡Anda
muchacho, ven y golpéame si es lo que quieres! – Lo retó – te vuelvo a repetir
que no vas a lograr nada con eso – el novato lo miró con verdadero odio, aquel
que arraigaba en el fondo de su corazón desde que salió de aquel edificio meses
atrás, pero no se atrevió a tocarlo. Había algo en el porte de Don Máx que
imponía respeto, que lo hacía agachar la cabeza y volverse a sentar – así es,
muchacho, calmémonos. No te invité a seguir peleando, te traje hasta aquí para
que dialoguemos, para que busquemos una solución a ese problema tuyo – sus
palabras fueron más suaves esta vez, mediáticas.
Benavides
dio dos respiros fuertes para calmarse, luego, cuando sintió que no le temblaría
la voz por la rabia, le dijo.
– Ustedes
me mataron como profesional – fue lo que salió de sus labios.
– Nosotros
te matamos como profesional – repetía Don Máximo, como en un diálogo personal –
vaya, eso sí que es grave.
– Lo es,
usted y su maldito departamento de Recursos Humanos, que solo saben dar malas
referencias de mi, ¡de mi! – Repitió con agitación – yo, que les entregué mis
mejores años como periodista, sacrificándome en ese noticiero de pacotilla,
para que ustedes me botaran a la calle como a un perro, ¿cree que eso es justo?
– Le espetó con desdén – no debieron haberme tratado así, sacarme como a un
ladrón y luego truncarme el camino hacia otros empleos – siguió gritando – son
unos miserables.
Don Máx
lo escuchaba atentamente.
– Buenas
referencias, ¿es eso lo que quieres? – preguntó el veterano.
Benavides
lo miró fijamente.
¿Esa
sería la solución a sus problemas?
No, esa
no era, definitivamente.
¿Qué
ganaría realmente con eso?
¿Otro
empleo en otra empresa que le diera otro puesto mediocre?
Pues, eso
no era lo que Manuel Benavides quería.
Lo que él
necesitaba era notoriedad, salir fuera de lo usual, del montón de periodistas
mediocres que lo opacaban.
Y solo
había una manera de lograrlo.
– No,
maldito viejo – dijo al fin – yo vine a algo y lo voy a terminar.
Y, dicho
esto, tomó a Máximo Carvajal, gran hombre de negocios, respetable en la
comunidad, dueño de la emisora más destacada a nivel nacional, el canal 23.
El
forcejeo fue titánico, pero al final lo logró.
Juntos
cayeron por la ventana del último piso, de la oficina más ostentosa del último
piso.