Erase una vez, en un hermoso jardín, se encontraban reunidas las más
bellas flores, pero solamente una sobresalía entre las demás, la rosa roja, que
por la delicadeza de sus pétalos, su hermoso color carmesí y su exuberante
aroma, era considerada la más encantadora en toda la región.
Quiera pues que un día, pasara un guapo príncipe, cuya elegancia y
distinción le cobraban fama como el muchacho más galante de la región, posó su
vista por aquel jardín, y se percató de la belleza de la rosa roja, y dijo para
sí mismo que debía tenerla.
Se dispuso a entrar al jardín a hurtadillas, con cuidado de que los
vigilantes no notaran su presencia, pues su intensión era arrancar la rosa y
colgarla en su chaqueta, así le daría mayor donaire.
Pero al acercar sus manos para cortarla, la rosa abalanzó sus espinas
sobre estas, espinándole. El príncipe sintió mucho dolor por los piquetes y se
llevó las manos a la boca, pero no se amedrentó, así que hizo un nuevo intento,
pero nuevamente fue herido y esta vez sangraba por ellas. Fue entonces cuando
la rosa abrió los pétalos y le dijo:
– ¿Es que acaso osas matarme?
El príncipe contempló asombrado a la rosa, pero muy atentamente
respondió.
– Oh, mi queridísima a rosa roja, de cuyos pétalos de fino terciopelo
emana el más dulce de los aromas, muy por el contrario, pienso llevarte
conmigo, colocarte en mi chaqueta y que todo el mundo te pueda ver.
– Pero si haces eso, con el tiempo mi pétalos se secaran y me
marchitaré, moriré irremediablemente.
Y aunque la rosa estaba preocupada por su muerte, el joven mancebo no
pensaba en otra cosa más que en obtener su codiciada flor. Primero la intentó
engañar, contándole que en realidad no moriría, más bien viviría cerca de su
corazón. Mas la bravía flor que no se dejo engatusar, le argumentó que cuando
ella se marchitara, de seguro otra flor ocuparía su lugar, quizás un jazmín y
un clavel.
Cuando el príncipe notó que esta no sería la manera en que la rosa
aceptaría irse con él, armó otro plan, en el cual la rosa roja de seguro
estaría de acuerdo. Le dijo que todas las noches, la pondría en agua para que
no se marchitara, y de día estaría de primera en su chaqueta. Pero la rosa no
se convenció, indicándole que le haría falta la luz del sol y el calor de la
tierra, que no tendría raíces para que absorbieran la vida del suelo.
El joven vio el predicamento que le planteaba la rosa, pero estaba tan
deslumbrado por la rosa, que no pretendía irse y dejarla atrás, así que le
planteó a la rosa una alternativa.
– Mi muy amantísima rosa – le dijo el príncipe – yo estoy totalmente
encantado con tu belleza, así como la sensatez de tu pensamiento, que solamente
veo como alternativa el sacarte de este jardín completa, incluyendo tus raíces
y tus espinas, aunque estas luego me hieran. Sin embargo, si te llevo conmigo
de esta manera, no podré exhibirte, como es mi deseo, para que todo el mundo
que te vea, te admire y me envidie por la fortuna de que estemos juntos.
– Gustosa estaría en irme contigo, mi querido príncipe, pues me has
demostrado que estas dispuesto a cuidarme con esto que me planteas. No te
angusties, ¡oh mi fiel mancebo!, porque es verdad que no me tendrás para que
otros te envidien por la calle cuando te vean pasar, pero tenme en un lugar
dentro de tu casa, donde yo pueda inundarla con mi fragancia y adornarla con mi
belleza, así el que me vea dirá "¡qué rosa roja tan hermosa!, ¡tan
fragante es su aroma, como deslumbrante su belleza!, este joven ha sabido
guardar lo mejor dentro de su casa, donde las personas más importantes para él
lo visitan, y no ha desperdiciado su mayor tesoro a merced de cualquiera".
El príncipe, al escuchar tal argumento, no le quedó más que tomar la
bella flor, colocarla delicadamente en una maceta y llevársela al rincón más
importante de su casa, donde la rosa roja vivió feliz, con suficiente sol, agua
y tierra para ser dichosa al lado de su querido príncipe.
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