– Estoy
esperando a que pase al tablero, Señorita Casandra – me indica la profesora
Matilda por enésima vez, asumiendo que ya me lo ha dicho en otras ocasiones.
¡Me duele
hasta la médula!
Mis músculos
piden piedad, después de todo el ejercicio que hicimos Anselmo y yo este fin de
semana; pero eso no es lo peor, los ojos se me cierran y lo único que quiero es
descansar en mi deliciosa cama. No me estoy concentrando para nada y todavía
faltan dos clases más, una de ellas, Planeamiento. No sé qué haré cuando me
pidan que me transforme y comience a planear, porque no creo poder mover un
ápice de mi cuerpo para subir, bajar, saltar o para algo más que el solo hecho
de respirar que, por cierto, hasta eso me duele.
La miro
fijamente.
“¿En serio me
va a hacer esto a mi?”, me pregunto asombrada.
Supongo que
esto tiene que ver con aquella petición que me hizo al iniciar el año, eso de
que nuestra relación aquí era de profesora-estudiante. Estrictamente
profesional, agregó específicamente.
Me levanto del
asiento con todo cuidado de no lastimar involuntariamente alguno de mis
mallugados músculos. Increíblemente, hoy me importa un bledo cualquier idiotez
que diga alguno de mis compañeros, sobre todo Balbina, quien es la que más
cuchichea y ríe a mis espaldas. Al frente, algunos garabatos mezclados con
números y un dibujo que parece un cañón con una línea arqueada saliendo de él. No
puedo creer que quiera que adivine cómo se moverá los proyectiles que saldrán
de ese garabato. Asegura que hay una fórmula para ello, justamente, en el
espacio donde están los garabatos y los números.
¡Ja!
Y es en este
momento cuando me pregunto si podré usar la fórmula para que salga la bala del
cañón y le dé justo a ella para que la saque por la ventana y así me deje en
paz.
Calma.
Recuerda que
eso no se le hace a la familia, además, no es la primera vez que me manda al
tablero y estoy en blanco. Solo la miraré con cara de súplica para que me
ayude, así que giro la cara para verla a los ojos.
No va a
funcionar.
Su mirada es
gélida y su rostro, severo.
– Espero a que
resuelva el problema, señorita Casandra. Si es que mi clase es tan aburrida
como para que se duerma, es porque ha estudiado todo el temario.
¡Dios!
Me dormí sin
darme cuenta.
No me lo va a
perdonar.
Rasco la parte
trasera de mi oreja, a ver si logro recordar algo de lo que ha dicho de este
tema en clases anteriores. Veamos, tengo la fórmula y tengo algunos datos,
probaré resolverla con lo que tengo a la mano. La verdad, no sé qué rayos estoy
haciendo, pero creo que si hago algún intento a lo mejor me ayude, después de
todo, siempre nos hemos llevado bien ella y yo.
A ver, g es 9.81,
c es 3… ok, reemplazar y… multiplico aquí, sumo todo y…
– ¿Esta es la
respuesta, profesora? – le pido que revise la respuesta.
– Si es esa,
puede sentarse, muchas gracias – me responde profe Matilda, todavía
malhumorada.
¡Uf!, creo que
me salvé esta vez, pero sé que no me lo va a hacer fácil para la próxima. Es
triste cuando tu tía favorita se convierte en tu verdugo en el colegio.
– Gracias – me
dice Quiteria a mi lado – me salvaste de ser yo quien fuera al tablero.
– Créeme, no
lo hice por ti – le respondo con algo de ironía.
– Igual,
gracias, aunque no lo hayas hecho por mí, tengo la mala suerte de que siempre
me llaman al pizarrón cuando no he estudiado – indica y me hace sonreír – por cierto,
¿Qué me trajiste hoy de cenar?
– Todavía Filemón
no ha llegado, pero espero que sea algo muy bueno, estoy famélica – le indico
con un guiño y ambas suspiramos. El hambre me está matando como jamás en la
vida.
Suena el
timbre de cambio de clases.
Hora de la
tortura.
Planeamiento.
Afuera del salón
está mi héroe Filemón.
– Espero que
pueda apreciar algo de lo que se cocinó, Señorita, hoy hubo visitas en casa, la
reunión anual de vecinos, me temo – dice este, después de saludar.
De inmediato
abro la porta viandas.
¡Qué horror!
Pastel de
carne.
¿Por qué harán
esta clase de cosas?
¿No pudieron hacer
una deliciosa ternera asada y ya, en vez de ahogar la deliciosa carne en un
montón de masa para pan?
Supongo que
mis padres saben que, si tengo hambre, comeré todo lo que pueda.
– Escogí los
trozos con mayor cantidad de carne, procurando complacer a las señoritas –
comenta, haciendo un ademan a Quiteria, que está a mi lado.
– Le
agradezco, Filemón – le responde esta.
– Ahora debo
marcharme, Saludos Señoritas – indica Filemon, dirigiéndose hacia los salones
donde se encuentra Casilda, como siempre.
– Se dice que
te vieron por la Torre Este hace unos días, que ibas corriendo con tu novio, me
parece – comenta Quiteria, mientras caminamos por el largo corredor que da al
bosque.
– La gente es
chismosa y lo sabes – le digo, tratando de evadir el tema.
– La gente soy
yo, querida – riposta, mirándome de reojo – me puedes decir, ¿Qué rayos hacías
por allí?, esa torre es peligrosa, ¿lo sabías?
– Ten cuidado,
por cómo me hablas, pareciera que te importara – le respondo. Es muy raro que
Quiteria demuestre que alguien le importe.
– Solo
responde mi pregunta, querida – me dice tajantemente. La miro fijamente porque me
tiene mucho más intrigada su interés. Siempre ha sido práctica, directa e
imprudente, pero es la persona más sincera que conozco y si está interesada en
algo o alguien, es porque de veras le importa ese algo o alguien.
– Curiosidad,
es todo – le contesto.
– Sabias que
la curiosidad mató al gato, ¿cierto? – Su cara es severa cuando me habla y
siento una línea fría recorriendo mi espalda – muchos Qatos han muerto tratando
de averiguar lo que hay en esa torre; por favor, no lo vuelvas a intentar.
– ¿Qué sabes tú
de eso, lo has intentado? – le digo intrigada. De seguro sabe algo y es mejor
que Anselmo y yo estemos preparados antes de siquiera intentar ir.
– Veo que, a
pesar de todo lo que dices, eres una Qato de pura cepa, no te importa que te
dije que puedes morir, solo te interesa “saber” – sus pupilas se vuelven una
fina línea cuando me habla y, al darse cuenta que no le diré una palabra más
hasta que me responda, continua – cosas se dicen de aquella Torre, se habla de
gente que en el intento por entrar, caen sin poder planear y se fracturan,
incluso mueren, de gente que pierde la memoria al entrar o terminan en un
manicomio, es un lugar peligroso, lleno de trampas, cuentan algunos en su
locura. No es un sitio para ti, niña, ninguno de tu casta lo hace o lo intenta
siquiera. Ese sitio no es para ti.
– De seguro
debe haber alguien que lo haya intentado y logrado, ¿Qué hay de ellos? – le riposto.
No me va a intimidar, quiero saberlo todo.
– De esos nada
se sabe – me responde.
– Nada se sabe,
¿acaso se quedan ahí? – ahora soy yo quien la cuestiona.
– Nada se
sabe, punto. No se conoce de nadie que lo haya hecho, eso es todo – me contesta,
luego trata de mirar al piso, para intentar decirme algo más – mira niña, los
de tu casta no lo intentan y, si lo hacen, cosas terribles les ocurre. Te sugiero,
no, te ruego que no te acerques.
– ¿Los de mi
casta dices? – Inquiero, estoy inmune a sus comentarios, solo quiero respuestas
– ¿Es que soy una clase distinta de Qato o qué?
– ¿No sabes a
qué casta perteneces, tus padres no te han dicho? – me vuelve a cuestionar.
– Obvio que no
– le riposto – ¿desde cuándo los Qatos estamos divididos por castas?
– Desde toda
la vida, querida, desde que somos lo que somos.
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