– ¡Por favor! – Se le escapa decir a Anselmo en
una risotada, mientras sus pies desnudos cuelgan por el alfeizar de su ventana,
justo por donde me dijo que se veían las famosas luces – ¿me vas a decir que no
es tonto?
– ¿Te estás burlando de nuestros ancestros? – Lo
ataco, es un grosero y un irrespetuoso – ellos sabían lo que hacían, después de
todo, nuestros eruditos conocían de la ciencia antes que el hombre – le
riposto. Anselmo es el tonto.
– Casandra, si el caso hubiera sido al revés,
que fueran los humanos quienes tendrían que ocultarse y hacer una Academia,
¿crees que le llamarían "ACADEMIA HUMANO"? – continúa con su ironía.
Miro al cielo estrellado con los ojos en blanco.
Una ligera brisa hace que mis brazos y piernas desnudas se ericen,
desconcertándome, haciendo que mire todo mi en rededor por instinto. Nunca he
entendido por qué el cielo se ve mejor desde el alfeizar de la ventana de
Anselmo. Sonrío, mientras agacho la cabeza para ver mis pantalones cortos.
Si, lo reconozco, llamar a la Academia “Qato” es
tonto.
– Pero no son los mismos tiempos, de seguro
llamarle "QATO" a la Academia era decir "aquí estamos" o,
quién sabe, la palabra "QATO" debía tener otro significado – le respondo,
no quiero darle la razón todavía.
– Claro, y cinco mil años después no han sido
suficientes para cambiarle el nombre, ¿cierto? – Sigue diciendo, con ese
sentido del humor socarrón que trae – los tiempos han cambiado, pueden ponerle
otro nombre, en estos tiempos, llamarle “Qato”, es ridículo.
– ¿En serio, voy a tener que aguantar tus malos
chistes hasta ver tus famosas "luces brillantes"? – Lo inquiero, a
ver si se le quita la cara burlona – dime si va a ser así, para irme. No me la
pasé toda una hora esperando a ver cómo me escapaba de mi dormitorio,
pidiéndole a Amina que se quede vigilando, para venir aquí a escucharte
profanar el nombre del colegio.
– ¡Vamos, Cas!, no te ponga así – trata de disculparse,
lo cual me irrita aun más.
– ¡Detesto que me llames así y lo sabes! – Le
replico, fastidiada – suena a Casilda y yo no soy ella. O me dices Casandra o
no me dirijas la palabra – le reclamo, mientras cruzo los brazos.
– ¡Perdón, perdón! – me suplica, levantando las
dos manos. Sabe que no me gusta que me comparen con mi hermana mayor – listo,
no te llamo más así – insiste, mientras me ronronea al oído.
– Ya, ya – le contesto – si sigues de zalamero,
también, me voy a ir – me aparto de él. Está utilizando la artimaña Qato que
sabe que funcionará perfectamente bien.
– Y... si te llamo Sandy, ¿te molestaría? – me
pregunta. Sandy se escucha mejor que Cas.
Es difícil ser la hermana del centro, todo el
mundo tratando de compararte con tu hermana mayor y tener que superar aquello
de que ya no eres la bebé de la casa y tal. Aunque, si me preguntan, prefiero
seguir siendo la invisible.
Pero, una cosa es ser invisible para el resto
del mundo y otra, que tu mejor amigo te confunda también. Se supone que yo soy
tan especial para él, como él lo es para mí. Antes, cuando estábamos en
primaria, no me molestaba que me dijera como quisiera, incluyendo Cas, puesto
que Casilda no estaba en nuestro colegio, así que no existía confusión, pero
aquí, en el reino de Casilda, no quiero ser comparada, porque significa que
siempre me medirán de acuerdo a sus estándares, lo cual no es justo.
¡Yo soy yo!
Por lo menos Cayetana no tiene el mismo
problema que yo. Jamás la llamarán Cas.
– No, no
me molestaría – le respondo, aun disgustada.
– Gracias – me responde, en el momento que pasa
su mano por mi nuca y mi oreja – bueno, por lo menos se te olvidó lo del nombre
de la Academia.
– No volvamos a lo mismo, ¿quieres? – le pido,
dándole un ligero codazo en su costado.
– Mira – me dice, señalando la Torre Este – ya
se ven las luces.
– Si, son lindas – le respondo maravillada.
Tienen muchos colores. Una de las ventajas de ser un Qato es que tienes lo
mejor de ambos mundo, el humano y el felino; la visión, por ejemplo, es
excelente durante la noche, pero, además, puedes ver los colores nítidamente.
El espectáculo es fascinante.
– ¡Vamos! – Me apresura Anselmo – tienes que
cambiar si quieres que no nos descubran, creo que podemos entrar por aquella
ventana, por la que salen las luces, no parece estar vigilada, podemos ir
cruzando por todo el techo – continúa, al tiempo que va cambiando la apariencia
humana a lo de un Qato. Su voz comienza a cambiar, también, a una voz gutural,
entre una voz humana y un gruñido Qato. Yo dejo de admirarlo y comienzo a hacer
lo propio, tal como lo practiqué hace un rato con Quiteria, aunque no me puedo
imaginar a Casiano estando al lado de Anselmo.
Mis manos y piernas se van convirtiendo en
acolchadas zarpas, mis orejas se tornan puntiagudas con algo de vello más largo
en su interior para el equilibro, mi nariz se vuelve más sensible, si eso es
posible. En fin, todas aquellas cosas que nos hacen diferentes al hombre, sin
perder nuestra erección en dos patas. No somos animales, pero tampoco somos
humanos, solo tenemos lo mejor de ambos mundos.
Caminamos con sigilo por el techo, ya que
nuestras zarpas hacen el mínimo ruido, recordando que, si bien nuestra
fisionomía nos permite andar con todo el cuidado, también es verdad que estamos
rodeados con otros iguales a nosotros.
- ¡Cuidado allí! – me dice Anselmo, al tiempo
que toma mi muñeca para evitar que me resbale. Estas tejas están lisas por el
moho.
¡Uf, por casi no la veo!
Anselmo detiene su paso para vigilar que esté
bien.
- Solo ten cuidado, ¿está bien? – me dice con
su tono acaramelado, mi querido amigo Anselmo y yo asiento con la cabeza –
ahora, vamos, que nos falta un gran techo. Las luces se ven más cerca a medida
que avanzamos, pero, aparentemente, no somos los únicos. Existen otras dos
siluetas al pie de la ventana de la torre.
Son dos
Centinelas enormes que cuidan la ventana por donde pensábamos entrar, los
cuales se han materializado de la nada.
Se me erizan
todos los vellos por instinto. Siento miedo, uno profundo y aterrador.
Estos tipos
parecieran que pueden hacer mucho más que expulsarnos del colegio por querer
entrar a la torre prohibida, la única de las cuatro torres a la que no debemos
entrar. Tienen una especie de uniforme negro, con unos cascos por donde
sobresale una protección para sus orejas. Claramente se encuentran
transformados.
– ¡Alto ahí! –
Nos ordenan ambos, hablando al unísono, con voz felina – la curiosidad los
llama, pero solo su habilidad les permitirá entrar.
– Suena a reto
– le digo a Anselmo lo más cerca de su oído.
– No queremos
pelear – les dice este, aunque tiene todo los vellos de la nuca erizados y las
zarpas en garras. Los dos guardias no se inmutan, solo nos miran a través de
los cascos.
– No
pretendemos siquiera tocarlos, no son rivales – vuelven a responder como si
fueran un solo individuo. Ambos, con las mismas expresiones corporales, el
mismo tono, los mismos gestos – regresen por donde vinieron y no vuelvan, a
menos que sepan cómo.
¿Qué están
haciendo, deteniéndonos o retándonos?
¿No saben de
la naturaleza Qato?
– Vámonos,
Casandra – me dice un Anselmo resignado,
que da la media vuelta, mientras me pone la mano en la espalda para que yo haga
lo mismo.
Esto
verdaderamente me impresiona.
¿Que no quería
ver las luces?
No le digo
nada, solo lo sigo. Este repentino lapsus de sensatez por parte de Anselmo me
tiene intrigada, porque él es todo, menos sensato.
Nos vamos por
donde vinimos sin decir nada más, recorriendo por el techo de tejas rojas,
cuidando que no se caiga ninguno. Anselmo sigue callado, solo mirando al frente.
Yo lo sigo, pero, antes de llegar al dormitorio de varones, se desvía,
dirigiéndose hacia mi ventana, en el ala de las chicas.
Pasa varios
tejados y voladizos, hasta que se detiene en mi ventana y gira para mirarme a
los ojos.
– ¿Qué pudiste
observar? – me pregunta sin darme mayor detalle.
En mi mente, observé
la posición de los guardias, el viento soplando de norte a sur y cómo lo podía
utilizar a mi favor para que no nos detectaran. Vi los voladizos y alfeizares,
las distancias para saltar entre una y otra, los desniveles entre los techos, y
cómo colocaba mis zarpas para evitar caerme y llegar hasta las luces. También
me vi planeando para salir desde la ventana, utilizando mis orejas para
orientarme y mis pliegues para amortiguar el descenso.
Sabía cómo
hacerlo.
– Que es
difícil entrar, pero no imposible. El único problema que tendrás es que no
podré acompañarte, pero te puedo dar sugerencias de cómo – le respondo sin más,
en automático, como si fuera una necesidad, un instinto desde lo más profundo
de mi ser. Pero sé que, con mi suerte, no nos saldrán dos guardianes otra vez,
si no, el escuadrón completo.
– Muy bien,
pero estas equivocada en una sola cosa, tú me acompañarás – comenta Anselmo con
una ligera sonrisa en los labios – desde mañana nos prepararemos. Esos
vigilantes han despertado la curiosidad del Qato y el Qato va por a ir a
averiguar.
Sus ojos
brillan, igual que deben hacer los míos. Es claro que estamos sintonizados,
debemos entrar.
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